Ser cantante en una banda de rock es simplemente
el mejor trabajo del mundo.
Después de eso, todo es una pérdida de categoría.
Ser tirando a feote y tener la voz arenosa como una duna y aún así haber sido ídolo de masas, haber vendido millones de discos, convertirse en multimillonario, gastar ese dinero en mansiones y autos de maravilla, comprarse un equipo de fútbol y haber tenido relaciones sexuales con decenas de mujeres en las que el adjetivo ‘espectaculares’ apenas les hace justicia —¡estamos hablando de alguien que llegó a desvestir a Kelly LeBrock, “la mujer de rojo”, por todos los santos!—, es algo que sólo pueden ocurrir en el mundo del rock.
Rod Stewart puede contarlo. Y lo hace en su Autobiografía (Plaza & Janés, 2012) con tal desparpajo y tal sentido del humor que las 400 páginas pasan volando. No sabemos si quien le ha dado el estilo definitivo ha sido él mismo o algún negro literario contratado para el caso, pero el resultado tiene pulso y engancha; si encima ha sido el propio Stewart…, chapeau.
En cuanto al contenido, pues se trata de la narración de una vida formidable que la mayor parte de los mortales no nos acercaremos ni a imaginar. La primera mitad es especialmente interesante para musicólogos: sus inicios como cantante bajo la tutela de Long John Baldry, sus andanzas con los Steampacket y, sobre todo, su ayuntamiento con The Faces[*] —las correrías con su inseparable Ron Wood, groupies incluidas, ocupan bastantes páginas— y Jeff Beck Group. En medio de estas aventuras musicales van intercaladas anécdotas y comentarios sobre los otros muchos artistas que ha tratado; por ejemplo, cuanto habla de su amistad con Elton John es desopilante (estamos hablando de gente que se regala un Rembrandt por su cumpleaños).
Y mujeres, muchas, muchas mujeres. Todas las relaciones sentimentales y carnales, que ha tenido a lo largo de su vida contadas con bastante sinceridad y nobleza, lo que ocupa la mayor parte de la segunda mitad.
Durante nuestras forzadas separaciones, Britt [Ekland, ex chica Bond] me enviaba cartas de amor en paquetes que también contenían un par de bragas. Dios santo, hay que ver cómo han cambiado las cosas con el correo electrónico.
En esa última parte también sorprende encontrarse a un artista que lo tiene todo confesando su desesperación por volver a encontrar el camino del éxito. Un artista con el orgullo y el amor propio heridos, consciente de «una fama mundial y una vida con más magia de la que nadie tiene derecho a soñar», pero que sin el éxito se siente totalmente vacío. Los dos últimos capítulos resultan algo empalagosos —feliz esposo/padre/abuelo—, pero nos ha hecho pasar tan buen rato antes que se le perdona; casi como el título original inglés: Never A Dull Moment ('Ni un instante de aburrimiento' hubiera sido mucho más acertado que cambiarlo por ese aséptico 'Autobiografía'). La edición se acompaña de decenas de fotos inéditas y un muy útil índice onomástico.
[*] La palabra faces no hay que traducirla por lo primero y obvio que nos viene a la cabeza, sino por "figuras". Era lenguaje coloquial de la época para señalar a aquellos que iban a la moda y se hacían notar. Quizá hoy se llamarían The Hipsters.
[*] La palabra faces no hay que traducirla por lo primero y obvio que nos viene a la cabeza, sino por "figuras". Era lenguaje coloquial de la época para señalar a aquellos que iban a la moda y se hacían notar. Quizá hoy se llamarían The Hipsters.
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