Avanzar y culminar, y a ser posible intentando escabullirse de la mediocridad, esa debería ser siempre la línea argumental de aquel que quiera dedicarse al arte de la creación. Quien sepa aferrarse al trazo de esa línea podrá dejar una obra más perdurable. Hace falta genio para destacar, no hay duda, pero también voluntad de diferenciarse del resto.
Carlos Ynduráin, por ejemplo, no dice las cosas como los demás. Acaba de publicarse su tercer álbum con Los Lagos de Hinault. Llegar hasta ahí no se antoja fácil; hacerlo de forma tan pletórica, menos; no dejarse alguna astilla en el camino, casi imposible. En Escenas de caza (Fikasound, 2017) despliega un dominio absoluto sobre la escritura, exhibiendo definitivamente su enorme talento escritor; y ya no está Matilde al bajo.
Habrá quien diga que al álbum le falta algún tema señero, de esos que los seguidores de LLH reconocen al instante y corean de principio a fin al desgañite, pero no sólo sería una afirmación discutible, sino que además sería obviar que Escenas de caza es su disco más completo e inteligente. Acompañado por Andrea Gasca en los teclados y en las voces (muy mejoradas), en la docena de minúsculas estampas que lo componen Ynduráin vierte esa fascinante capacidad suya para atravesar lo cotidiano con finas y agudas puntadas.
La urbanidad y la templanza
como atributos destacados.
Y nunca piden esas cosas
en las ofertas de trabajo.
en las ofertas de trabajo.
[…]
Y los recursos que ellos quieren
no son recursos tan humanos.
Sería ingenuo pensar que la casualidad está detrás de que cada uno de esos versos sea eneasílabo. Y qué gusto ver recuperada toda esa riqueza léxica que gasta, palabras precisas y sonoras metidas sin chirriar, con naturalidad y sentido común (polisemia, glaciación, Perseidas, dejadez, arrogancia, franqueza etc.).
«Corcel colorado» nos parece su cénit, el punto cumbre de toda su obra. Mezcla brillantemente, sin un adarme de pedantería, figuras retóricas, gotas de lirismo, referencias literarias y se despacha con un elegante e inesperado giro en la historia; además, da la impresión de que ha alcanzado ese punto en la vida —llámese madurez en caso de que se quiera vulgarizar la idea— en que uno empieza a pensar que tal vez no hay seguir buscando indefinidamente un amor estelar, que basta con uno sencillo y bueno. No hace falta complicarse la vida.
Son sólo veintitrés minutos y pico, y si bien es cierto que se echa de menos un poco más de desarrollo musical en algún tema, se hace irremediable escucharlo varias veces seguidas porque se mantiene intacto su poder de seducción.
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