«Serafina quería un arma grande, aunque al disparar ella tuviera que sostenerla con ambas manos, aunque el retroceso levantara la boca del cañón, aunque la detonación fuera ensordecedora, aunque la bala, al entrar en el pecho de la víctima, le abriera un boquete en la espalda.»
Con esta sucesión de subordinadas concesivas, ensartadas como un pincho moruno, no se quiere hacer notar cierta pobreza estilística en la novela Las muertas, del mejicano Jorge Ibargüengoitia. Muy al contrario, es sólo una muestra de los fascinantes hallazgos estilísticos y gramaticales que le asaltan al lector a cada página.
Y además de esa prosa suya tan ágil y luminosa, gastaba humor negro a espuertas, sarcasmo salvaje.
Para el que le guste que le cuenten atrocidades como si fueran nanas. Porque Ibargüengoitia no era de los escritores que piensan que el impacto de lo contado libera al narrador de cuidar el arte de narrar.
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