Por mucho que se empeñen los compiladores de relatos fantásticos, a Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964) no puede considerársele un puro hacedor de literatura fantástica como un Borges o un Quiroga. De acuerdo que alguno de sus cuentos tienen trazas irreales o fantasmagóricas: el balcón que se suicida, lleno de celos, porque la joven de la casa está enamorada de otro («El balcón»); o, sobre todo, ese otro personaje que tiene el don de emitir luz («El acomodador»). Pero en conjunto, Hernández fue, básicamente, un recordista. La suya es una literatura memorial, desarrollada a partir de sus recuerdos, que viste, simula y pinta. En cualquier caso, al leer su obra la cuestión deja de ser si se trata de literatura fantástica o no, sino simplemente de que qué bien escribía Felisberto Hernández, pianista de profesión (comenzó tocando en cines en pelis mudas y recorrió varios países dando recitales), enamoradizo y faldero (hasta cuatro esposas) y que murió tan hinchado (de púrpura) que hubo que sacar el cuerpo por la ventana porque por la puerta no cabía.
Por su novela corta Por los tiempos de Clemente Colling, sobre un profesor de piano «ciego y tuerto», merece estar en cualquier tratado de historia de la literatura hispanoamericana o más allá.
Veámosle regodearse con una cáscara de plátano cual magdalena proustiana en Tierras de la memoria:
Cuando yo recién entré en los «Vanguardias» y él nos enseñaba los estatutos y códigos de la institución, se había detenido mucho en explicarnos cómo un vanguardia debía ser servicial y no esperar recompensa. Para esto puso muchos ejemplos; pero a mí me quedó en la memoria sobre todo este: si nosotros encontrábamos en la vereda una cáscara de banana, debíamos echarla a la calle para que otro que pasara no resbalara. Yo tenía curiosidad por saber qué ocurriría si echaban una cáscara de banana a la calle sin esperar recompensa. El primer encuentro con una cáscara lo tuve una noche que iba con mis padres y que también nos acompañaba un primo lejano, ya entrado en años y del cual hablaban oprobios. Yo vi la cáscara unos cuantos metros antes; me adelanté unos pasos y la tomé por el tronquito: era muy amarilla y el forro interior bastante blanco. Después de que yo la tiré, el primo lejano dijo:
—¿Por qué la tiraste?
—Para que otro que pase no la pise y se resbale.
—Que se embrome. ¿Qué se te importa de los otros?
Al principio a mí me había dado fastidio. […] Pero este sentimiento me duró poco instantes, porque en seguida hice pie de nuevo y volví a sentir felicidad de pertenecer a esta especie de pandilla secreta cuya seña era tirar a la calle las cáscaras de banana. Otra vez que me encontré con una cáscara yo llevaba el uniforme de vanguardia. […] Desde lejos yo vi la cáscara amarilla en medio de la vereda. Aquel día estaba muy lejos de pensar que la cáscara de banana era algo dañino; ella con su color amarillo era muy simpática y además se prestaba para el ritual de mi pandilla secreta. No sé por qué, en vez de tirarla a la calle se me ocurrió tirarla en el campo de alfalfa; preparé el brazo para que la cáscara fuera lejos; pero después, cuando vi caer y desaparecer tan bruscamente aquel pedacito amarillo en aquel inmenso verde me quedé un poco triste; miraba el oleaje que hacía un poco de viento en el verde de la alfalfa y tenía cierta pena de pensar que aquella pequeña cáscara que hacía un instante había estado en mis manos y había sido un poco mía, hubiera tenido el destino, impuesto por mí, de ser tragada por aquel inmenso campo; además, ahora hubiera sido muy difícil saltar el alambrado y buscarla entre tanta alfalfa.
Me sorprendí mucho cuando me encontré con estos recuerdos y pensé que tal vez podrían haber sido provocados por esta otra cáscara de banana que ahora tenía enfrente.
—¿Por qué la tiraste?
—Para que otro que pase no la pise y se resbale.
—Que se embrome. ¿Qué se te importa de los otros?
Al principio a mí me había dado fastidio. […] Pero este sentimiento me duró poco instantes, porque en seguida hice pie de nuevo y volví a sentir felicidad de pertenecer a esta especie de pandilla secreta cuya seña era tirar a la calle las cáscaras de banana. Otra vez que me encontré con una cáscara yo llevaba el uniforme de vanguardia. […] Desde lejos yo vi la cáscara amarilla en medio de la vereda. Aquel día estaba muy lejos de pensar que la cáscara de banana era algo dañino; ella con su color amarillo era muy simpática y además se prestaba para el ritual de mi pandilla secreta. No sé por qué, en vez de tirarla a la calle se me ocurrió tirarla en el campo de alfalfa; preparé el brazo para que la cáscara fuera lejos; pero después, cuando vi caer y desaparecer tan bruscamente aquel pedacito amarillo en aquel inmenso verde me quedé un poco triste; miraba el oleaje que hacía un poco de viento en el verde de la alfalfa y tenía cierta pena de pensar que aquella pequeña cáscara que hacía un instante había estado en mis manos y había sido un poco mía, hubiera tenido el destino, impuesto por mí, de ser tragada por aquel inmenso campo; además, ahora hubiera sido muy difícil saltar el alambrado y buscarla entre tanta alfalfa.
Me sorprendí mucho cuando me encontré con estos recuerdos y pensé que tal vez podrían haber sido provocados por esta otra cáscara de banana que ahora tenía enfrente.
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