Nada como la muerte de una figura pública para que periodistas y blogueros reciban la luz de la inspiración articulística. El rutinario y letal «¿sobre qué escribir hoy?» se borra ipsofactamente del desánimo en cuanto salta la noticia del fallecimiento de alguien. Hoy el material nos lo brinda Daniel Darc, que además fue uno de esos personajes novelescos que tanto juego literario dan.
—Cínico estás, Gog.
—Es el frío, que me calienta la amargura.
Daniel Darc era una de esas almas abastardadas, indómitas, desafiantes, una personalidad en permanente exceso, un punk ilustrado, un maudit. En los últimos tiempos, este músico parisino era un tatuaje andante; apenas le quedaba piel en la que dibujar algo, como si quisiera mostrar por fuera, a modo de espejo, esa alma suya tatuada de inconformismo y dolor existencial. Teloneaba a Talking Heads en 1979 con su primer grupo, Taxi Girl —y aquí vienen los datos sórdidos que tanto nos gustan— cuando se cortó las venas sobre el escenario. Un par de años después la banda alcanzó cierta popularidad con Cherchez le garçon. Al desmembrarse el grupo (estaba también el hoy popularísimo productor Mirwais, Madonna lo sabe), Darc continuó la búsqueda en solitario, dando más traspiés de los aconsejables para hacer carrera. Demasiadas adicciones y cierta querencia por dar con sus huesos en prisión. En 2004 sus astros se le alinearon por fin y resurgió con Crevecoeur (Water Music). Acaparó algo de popularidad, lo que le permitió otro par de álbumes notables.
Las drogas le habían salvado la vida, decía. De hecho, fue un polémico defensor de ellas. Pero un cóctel de alcohol y barbitúricos acabó con él a los 53 años el último día de febrero el breve. En «J’irai au paradis» —segundo corte de Amours supremes (Water Music, 2008) escribió: cuando muera iré al Cielo / porque me he pasado la vida en el Infierno. Así sea; seguro que lo hace más interesante.
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