La historia de una portada me manda hacer Gog que en mi vida me he visto en tanto aprieto.
Una entre decenas de miles. Menuda elección. ¿A qué apelar, al sentimentalismo, a la importancia histórica, a su calidad artística? Son muchos años de ver portadas, de manejarlas, de manosearlas para decidirse por una sola. Si al menos fuesen diez, o veinte. Cabrían entonces portadas sublimes, portadas cargadas de emociones y recuerdos. Pero sólo puede quedar una, cual highlander mandoble en manos.
Tendré entonces que descartar los paisajes oníricos de
Echo & the Bunnymen, el
Avalon de
Roxy Music, aquella cessepeada portada de
Golpes Bajos, el escorzo del
Deep de
Peter Murphy, la bolchevique
Construction Time Again de
Depeche Mode, los ídolos cinematográficos de
The Smiths (y su legado en
Belle & Sebastian), la motera
Steve McQueen de
Prefab Sprout, la rotundidad del
One True Passion de
Revenge, el chandaleo arreglao pero informal del
Walking Wounded de
Everything but The Girl, las trendies (así, en general) de
Björk, la neoyorquina (lástima del Loriga)
Foreign Land de la
Rosenvinge, la roja pasión de
To bring you my love de
P.J. Harvey, o por qué no esa oda a la maternidad del
Simple Pleasure de
Tindersticks. Tantas y tantas inolvidables...
Son muchas las portadas con historia, y muchas las historias sobre portadas. Como aquella en la que mi hermano, el que fuera mi “líder espiritual” (todos tenemos alguno) y experto en el arte de comprar discos por sus portadas, consiguió que el huraño encargado de La Metralleta (para los profanos, una tienducha de discos de segunda mano a la que acudíamos todos los compradores compulsivos de discos de parco bolsillo, incluido un tal
Paco Clavel) se tragara que un vinilo con una sugerente rubia de aspecto sofisticado (y de cuyo nombre no puedo acordarme) era en realidad un disco de la novia de
Elvis Costello, con el que, sin por supuesto serlo, consiguió un ventajoso trueque por un plástico sin duda más valioso.
Pero Gog quiere que cuente la historia de una sola portada muy especial para el que suscribe, así que habrá que afinar y pensar en aquellas que han marcado mi trayectoria como aficionado enfermo de música. Y si hay un momento y un lugar que han hecho de mí el melómano que soy, ése no puede ser otro que el Manchester (Madchester) de finales de los setenta y principios de los ochenta; y más en concreto una banda que marcó definitivamente mi paso de la despreocupada e inocente infancia a la atormentada adolescencia: nada más y nada menos que
Joy Division.
Todo comenzó con un viejo número (cuántas veces me he arrepentido de no haberlo conservado) de una magnífica revista de la época,
Sur ExpreS, en la que se publicó, allá por mediados de los ochenta, un especial sobre lo que vino en llamarse “neorromanticismo”, y cuya mirada se adentraba desde los albores del movimiento romántico del XVIII y XIX (el de verdad) hasta los rostros de líderes de bandas de polvos blancos en la cara y pelos lacios tan del gusto del momento, sublimados en el que sería uno de mis artistas favoritos de todos los tiempos,
David Sylvian, el conspicuo y atildado
frontman de
Japan.
Dentro de la vorágine de nombres y pelos encrespados aparecía, de forma sucinta, la historia del mártir por excelencia del “movimiento”, aquel
Ian Curtis que lideró la desaparecida Joy Division, y que se suicidó por una mezcla de hastío vital, desequilibrio emocional, empanada sentimental y hartazgo en su condición de epiléptico. Y para ilustrar su historia aparecía, en todo su esplendor, la portada de un maxisingle (qué arcaico queda ya esto) con un ángel recostado y exangüe en blanco y negro, sobre fondo negro infernal y unas rotundas letras mayúsculas blancas, enmarcado todo en un discreto cuadrado también blanco. El título, uno de los más espléndidos que para una vibrante a la par que dolorosa canción de desamor se haya escrito jamás: “Love will tear us apart”. Ese vinilo, esa portada, fue mucho más que una portada para mí. Llegué a fotocopiarla para forrar con ella la carpeta que osé llevar, como un estandarte, durante los primeros años de mi aventura universitaria. Fue, además, un disco difícil de conseguir, un pequeño trofeo que guardé con esmero; uno de esos discos “de importación”, con lo que eso conllevaba. La imagen en sí, elegante, sobria y discreta, ofrecía un verdadero contraste con el brillo sonoro del tema, que camuflaba una letra cuya intensidad era la habitual en las composiciones de los Joy. La portada original de la época, aún en vida de Curtis, era un simple cartón de color hueso con el nombre de la canción y el número de serie del sello Factory (“A Factory Record- Fac 23”) en una discreta tipografía mecanografiada.
La “internacional”, que es la que nos ocupa, salió mucho más tarde, evidentemente bajo la influencia de la ola hagiográfica posterior a su muerte. Así, era más pertinente darle al disco un motivo más fúnebre, y de ahí la portada, que tiene mucho que ver con la celebérrima
Closer, el elepé póstumo del grupo, en la que aparecía un pétreo cortejo fúnebre que parecía acompañar al difunto Ian, recientemente desaparecido.
Nunca supe si mi afición por los cementerios vino por esa portada, así como esa querencia por la asfixia existencialista del bueno de Curtis, pero sé que esa imagen pesó tanto o más en mi ánimo que la espléndida y tantas veces traída y llevada canción. Todavía hoy me sigue llamando la atención cuando repaso mi viniloteca, o cuando la veo impresa en camisetas en algún concierto de esos que me retrotraen a aquellos otros de antaño.
Tanta y tanta música, querido Gog.
Joy Division - Love Will Tear Us Apart por hushhush112[Autor del texto:
Polidori]